No es necesario ser un jurista particularmente despierto para advertir que la independencia de Cataluña sería un hecho inconstitucional carente de respaldo en normas internacionales. Declaraciones suscritas por constitucionalistas e internacionalistas españoles así lo han constatado. A los primeros les ha bastado recordar que la soberanía nacional reside en el pueblo español (artículo 1.2 de la Constitución) y que ésta se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible (artículo 2). Los segundos, urgidos por la invocación del Derecho Internacional como fundamento jurídico de la ley 19/2017 (del Referéndum de Autodeterminación), aprobada por el Parlament, se vieron en la necesidad de recordar que Cataluña no encajaba en ninguno de los supuestos en que el Derecho Internacional reconoce un derecho de separación a una entidad territorial de un Estado soberano. Dicho en otros términos, a menos que se modifique la Constitución o el Derecho Internacional tome otra dirección, la independencia de Cataluña sólo puede ser la consecuencia del éxito de un hecho revolucionario.
El jaque a la unidad de España por el procés separatista ha acaparado el interés político e informativo, como un problema hinchado por sus protagonistas que ha desviado la atención de las cuestiones realmente importantes para la vida del común de las gentes. Oyentes y televidentes, más preocupados seguramente por cuestiones sociales, han podido tener la impresión de que España se componía de Cataluña y dieciocho más, a saber, las dieciséis Comunidades y dos Ciudades Autónomas que, con Cataluña, articulan territorialmente el Estado. Una sensación de hartazgo se ha ido expandiendo entre la ciudadanía no nacionalista, al que se ha unido la animadversión a medida que la ‘cuestión catalana’ se trufaba de deliberada confusión conceptual, mentiras, lenguaje ofensivo, montajes publicitarios y dosis masivas de victimismo, hasta el punto de que, como reacción, dentro y fuera de Cataluña, los españoles han reconquistado los símbolos de la identidad colectiva que habían sido usurpados por los grupúsculos franquistas. En su afán por internacionalizar el procés, los independentistas atrajeron a un cierto número de académicos y movimientos extranjeros que, a titulo gratuito u oneroso, evidenciaron su frivolidad al pronunciarse en términos que parecían ignorar la condición de España como un Estado democrático miembro de la Unión Europea, y se atrevían a especular con la secesión de Cataluña como remedio a una posible violación grave de los derechos fundamentales de su población por un Estado opresor y represor controlado por los pimpollos del neofascismo.
Es este el motivo principal que me impele a redactar estas líneas, de manera que la libertad de opinión no parta de la intoxicación previa de un relato mendaz hecho por plumas interesadas en satisfacer un objetivo, la independencia, por encima de toda consideración jurídica e, incluso, moral.
El hecho revolucionario
La actuación del Govern y del Parlament de Cataluña, especialmente a partir de los días 6 y 7 de septiembre en que se aprueban las llamadas leyes del Referendum y de Transitoriedad o desconexión, se ha calificado como un golpe de Estado por portavoces del Gobierno central y numerosos opinantes que han querido, seguramente, subrayar su gravedad con una expresión de indudable impacto. Desde mi punto de vista, más que un golpe de Estado, esto es, una toma del poder político repentina y violenta en vulneración del orden constitucional, lo que se produjo fue un Golpe al Estado mucho más grave, la mayor amenaza existencial para España de los últimos ochenta años.
Este golpe al Estado se configuró como un hecho revolucionario continuado que contaba con una larga preparación gracias a la sistemática deslealtad constitucional de los nacionalistas que ocupaban las instituciones de la Generalitat durante la mayor parte del tiempo transcurrido desde la promulgación de la Constitución de 1978. El Estado de las Autonomías, que venía solucionar la cuestión nacional, dotó a los nacionalistas en Cataluña con competencias y recursos para sentar las bases del separatismo. No es de extrañar que hayan sido las mismas instituciones autonómicas las protagonistas de la revolución en marcha ante la cual el Gobierno central ha manifestado durante un largo, demasiado tiempo, una inexplicable indolencia, pasividad y ceguera. La ‘calle’ ha venido después, reclamada por las instituciones para completar la tarea, el respaldo popular, del poble de Cataluña, a la contumaz rebeldía de las instituciones. El hecho revolucionario se traslada de las instituciones a la militancia encuadrada por partidos políticos y organizaciones que se dicen culturales, como la Asamblea Nacional de Cataluña (ANC) y Omnium Cultural. Y así, de la desobediencia a las decisiones judiciales, la prevaricación y la malversación de los recursos públicos, se ha pasado a la sedición e, incluso, a la rebelión, bajo la cobertura de una movilización popular pacífica, selectivamente violenta en sus métodos, momentos y espacios, conforme a un plan meticulosamente establecido y ejecutado.
Un hecho revolucionario es, por definición, contrario a la ley. La revolución no se regula; se hace. No hay revolución sin delitos. La característica diferencial de la revolución catalana en curso es que sus líderes, lejos de derribar las instituciones autonómicas, se han servido de ellas para utilizarlas torticeramente. Los nacional-separatistas catalanes siempre han sido conscientes de que la independencia sólo podía ser el resultado de una revolución, pues la Constitución no la permitía y era utópico pensar en una reforma constitucional basada en el pacto entre naciones soberanas. Desde que se promulgó la Constitución de 1978 se han preparado para aprovechar la ocasión si ésta se presentaba y la crisis económica iniciada en 2009 fue el túnel al cabo del cual se encontraron con la puerta de Narnia. En 2010, una sentencia del Tribunal Constitucional, consecuencia de un recurso del Partido Popular, declarando nulos algunos artículos del nuevo Estatuto de Autonomía y procediendo a la interpretación de otros, añadió estopa al fuego. Más aún cuando el alto guardián de la Constitución veía su autoridad cercenada por encontrarse algunos de sus miembros con un mandato caducado. Como remate, poco después, el Gobierno sobrevenido del Sr. Rajoy negó justificadamente el Pacto Fiscal pretendido por una Generalitat ganada ya por el eslógan Espanya ens roba.
Lo primero fue declarar, en 2013, que Cataluña era una nación soberana, que la soberanía residía en el poble catalá, afirmaciones claramente inconstitucionales. A partir de ahí se fabricó una legislación asentada en dicha soberanía original en una relación esquizofrénica con la condición del Presidente de la Generalitat como primer representante del Estado en Cataluña y del Govern y del Parlament como instituciones autonómicas, esto es, como instituciones cuya fuente de legitimación se encuentra en la Constitución de 1978 y en el Estatuto de Autonomía de Cataluña. Esa legislación estaba directamente orientada a dotar de formas aparentemente legales a un conjunto de actos manifiestamente ilegales cuyo propósito era pavimentar el camino a una declaración de independencia. De ahí que se echaran al cesto de los papeles las decisiones del TC y del TSJC y las advertencias de los letrados del Parlament y de la Comissió de Garanties; que se laminaran los derechos de los grupos parlamentarios de la oposición; que se violentara incluso el Estatuto y la misma ley catalana del referéndum; todo, si no legal, era legítimo para alcanzar la independencia. Los revolucionarios apuestan su futuro a la victoria, que hará de ellos próceres, hombres de Estado.
Probablemente, no falte la buena gente, atraída por el néctar de una arcádica independencia, que se sorprenda al ser considerada revolucionaria por el solo hecho de querer votar. Pero, en fin, también Monsieur Jourdain, el burgués gentilhombre, descubrió después de cuarenta años que hablaba en prosa. En las circunstancias extremas que hoy vivimos se advierte la irresponsabilidad que supuso dejar la educación, sin ejercicio real de supervisión estatal, en manos de la Generalitat. La escandalosa manipulación de la historia, unida a la afirmación de una identidad exclusiva y excluyente en relación de contradicción con la española, ha sido venenosa. Los cachorros han crecido y la Generalitat, mediante regulares subvenciones a instituciones que se proclaman sociedad civil, se dotó de las herramientas de alineamiento de las masas en un proyecto común. Añádase, la recuperación de una fuerza de policía, los Mossos que, ahora, como en 1934, protegía la revolución. Es bien conocido, pero es oportuno mencionarlo aquí, la cortedad de miras y la entrega a intereses coyunturales de quienes, socialistas o populares, optaron por dejar Cataluña en manos de los nacionalistas a cambio del plato de lentejas de sus votos en las Cortes gracias a los cuales podían formar gobierno y mantenerse en el poder en las legislaturas en que esos votos sumaban la mayoría necesaria.
Los conceptos malbaratados
Han sido muchos los conceptos manoseados hasta hacer de ellos bienes mostrencos, desnaturalizados: democracia, diálogo, presos políticos, represión…Así, para la Generalitat y sus costaleros, personajes que pueden facilitar material suficiente para elaborar una pieza del teatro del absurdo, negar el derecho a decidir de los catalanes sobre el futuro de Cataluña es intrínsecamente antidemocrático. Sin embargo, lo verdaderamente antidemocrático ¿no es tratar de usurpar al resto de españoles un derecho que pertenece a todos? En España, el demos titular del cratos soberano es el pueblo español “del que emanan todos los poderes del Estado (artículo 1.2 de la Constitución). Ls masas corales que acompañan al procés separatista confunden su pretensión con un derecho que no tienen, mientras son comparsas del hecho revolucionario.
Diálogo es el mantra de unos y otros. De diálogo hablan los separatistas catalanes encaramados en las instituciones autonómicas. En su intervención ante el Parlament el 10 de octubre el Presidente de la Generalitat proponía la suspensión temporal de los efectos de la declaración de independencia para dar una oportunidad al dialeg. El 16 y el 19 de octubre lo reiteraba en las misivas que dirigía al Presidente de Gobierno, Sr. Rajoy, en respuesta a los requerimientos que este le había hecho para que aclarase si había o no declarado la independencia y, de haberlo hecho, que rectificase y restableciera el orden constitucional. De diálogo habla también el Gobierno del Estado y el principal partido de la Oposición, que respalda al Gobierno en este trance. Y con el diálogo se llenan la boca Podemos y Els Comuns y no pocas asociaciones profesionales, sindicales, académicas ¿No se dice que hablando se entiende la gente? Parlem, pues, Hablemos. Y si nos manifestamos vestidos de blanco, para significar nuestra inocencia, como se hizo en Madrid y en otras capitales el 14 de octubre, mejor.
Sin embargo, aunque esta consigna puede atraer a ciudadanos de buena fe, no hay inocencia en estas propuestas, que blanquean el ilícito continuado de la instituciones autonómicas y transforman la relación vertical de las partes en el marco constitucional en una relación horizontal o paritaria, de poder a poder, al margen de la ley o, mejor, contra la ley. Aceptar el diálogo con felones irreductibles en su actitud era -es- allanar su camino para hacer efectiva la independencia, su único objetivo.
Es obligado el acatamiento de la Constitución para entablar un diálogo formal. Eso es hacer política, lo que se reclama una y otra vez por quienes, lejos de asentar la política en el estado de derecho y el respeto de la ley, la perciben como un ámbito exento a cualesquiera reglas. A muchos de nosotros no nos gustan las políticas sociales o culturales del Gobierno del PP, pero aún nos gusta menos que se pretenda hacer política laminando el estado de derecho y censurando lo que llaman la judicialización de la política, simplemente porque los jueces hacen su trabajo, investigando y, en su caso, condenando a quienes ejerciendo cargos públicos -esto es, haciendo política- atentan contra el interés público, el bien común positivado por el orden jurídico. Hacer política sin respetar la ley es hacer política de poder, política de fuerza. Presentar a los políticos que delinquen como presos políticos y no como lo que son, políticos presos, es sostener que la actividad política es un ámbito exento al control judicial, lo que nos parece escandaloso en un Estado democrático, no represor, como es España. Es muy respetable reclamar la libertad de los presos políticos, sí, donde los haya. Concertarse para destruir la unidad del Estado infringiendo normas constitucionales no es una actividad política, es una actividad delictiva grave de inspiración política y, en muchos casos, no sólo política.
Rumbo de colisión: DUI versus 155
Se ha especulado mucho acerca de si en la sesión extraordinaria del Parlament del 10 de octubre el Presidente de la Generalitat, señor Puigdemont, declaró la independencia. Los requerimientos del Gobierno central pidiendo aclaraciones no despejaron la incertidumbre. Lo cierto es que, mezclando la cal con la arena, la bandera española siguió ondeando junto con la senyera en lo alto del Palau de la Generalitat, al tiempo que el Gobierno central decidía poner en marcha el artículo 155 de la Constitución para restablecer el orden constitucional en Cataluña. Fuera como fuese, el 27 de octubre salimos de dudas cuando el Parlament declaró formalmente la independencia y , al poco, el Senado aprobó, con alguna rebaja, las medidas propuestas por el Gobierno central.
La aplicación del artículo 155 de la Constitución en la situación generada por las instituciones autonómicas de Cataluña es de manual. No cabe la menor duda que esa situación responde al tipo previsto por el precepto: la Comunidad Autónoma no está cumpliendo las obligaciones que la Constitución le impone y está actuando de manera que atenta gravemente al interés general de España. Si no se aplica en un caso como éste, suprímase por inútil.
Cada vez han sido más lo que han urgido al Gobierno del Estado a recurrir a esta disposición para reaccionar. La prudencia del Presidente Rajoy ha sido tachada, no sin razón, de pusilanimidad. El artículo 155 debió ser activado mucho antes, como mínimo al aprobarse las leyes del referéndum y transitoriedad jurídica o desconexión los días 6 y 7 de septiembre. Pero Rajoy quería mantener unido un frente constitucionalista y ha tratado de cargarse de razón hasta atraer al PSOE, ambiguo hasta el 10 de octubre. Siete días antes el discurso del Rey, necesario y riguroso, punto de inflexión en el curso de los acontecimientos, puso en suerte el recurso al artículo 155, mientras el Govern auspiciaba una huelga general para, tras la consulta ilegal del 1 de octubre, ganar visibilidad internacional; un paro de país se dijo, que mostrase su capacidad para paralizar Cataluña, lo que se consiguió sólo en parte, con la interrupción de vías de comunicación, licencia de funcionarios y piquetes por las calles.
La aplicación del artículo 155 de la Constitución ha sido objeto de las más duras descalificaciones por los independentistas y, también, por los llamados autodeterministas, como Podemos y sus socios en Cataluña, Els Comuns, partidarios de la consulta catalana, pero no de la independencia. Hay quienes, incluso, han visto en él la montura sobre la que cabalga de nuevo el fascismo.
Cierto es que el numeral 2 del artículo 155 de la Constitución aviva la confusión cuando dispone que: “Para la ejecución de las medidas previstas…el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de las Comunidades Autónomas”. La disposición parece dar por supuesto que dichas autoridades siguen en sus cargos, a pesar de no haber observado el requerimiento previo del Gobierno para que cumplan sus obligaciones y dejen de atentar gravemente contra el interés general del Estado. No parece, sin embargo que deba presumirse su disposición para seguir las instrucciones del Gobierno. Además, la disposición dice que el Gobierno “podrá”, no que “deberá” dar instrucciones a las autoridades autonómicas. De hecho el Gobierno ha tocado lo menos posible la administración catalana, dejándola en manos del segundo escalón de su cuerpo directivo bajo la dependencia directa de los ministros del ramo correspondiente del Gobierno central, cesando exclusivamente a los miembros del Govern y a sus asesores de libre designación y suprimiendo los órganos y agencias establecidos para ejecutar el plan separatista. Por otro lado, las dudas expresada sobre la prerrogativa del Presidente del Gobierno central para disolver el Parlament se han zanjado con la inmediata convocatoria de elecciones dentro del plazo dispuesto por las disposiciones estatutarias.
En mi opinión, las medidas aplicadas por el Gobierno pueden criticarse por tardías, pero no por inconstitucionales o desproporcionadas; tienen su lógica, responden a un principio de gradualidad, son incluso blandas, eficaces para aplacar los síntomas, no para emascular las causas que han conducido a la lamentable situación que se está viviendo.
¿Cuál es el umbral cuando se atenta contra la unidad del Estado, se socava su integridad territorial, se despoja al conjunto de los ciudadanos españoles de la titularidad de la soberanía conforme con la Constitución? ¿Hasta qué punto está dispuesto el Estado a llegar para defender el orden constitucional, su unidad, su integridad, la soberanía del pueblo español? No caben puentes con el hecho revolucionario. El Estado ha de mojarse para cruzar el río. Si lo hace puede ganar o perder, si no lo hace está perdido. El Estado ha de aplicar a su defensa la misma determinación que los separatistas aplican a su destrucción. Vacilar es confesar que el Estado es incapaz de controlar Cataluña con las medidas que está dispuesto a aplicar, que no serían las necesarias para lograr sus objetivos. Sería un grave error acogerse a una política de apaciguamiento con quienes mantienen el chantaje al Estado.
La respuesta judicial
El Poder Judicial sigue sus propios pasos en la persecución de los delitos presuntamente cometidos por agentes del Govern y de la Mesa del Parlament de Cataluña. Los relojes que marcan el tempo judicial raramente coinciden con los que señalan las horas del tempo político. Esta circunstancia nos aboca a la situación esperpéntica de unas elecciones con candidatos en la cárcel o fugados que podrán ser inhabilitados meses o años después de su elección por delitos cometidos antes de su convocatoria.
Como consecuencia de querellas de la Fiscalía General del Estado, imputando delitos de rebelión, sedición, malversación de caudales públicos y desobediencia, entre otros, los miembros del Govern cesados el 28 de octubre, así como la Presidente y miembros de la Mesa del Parlament y, antes, los Presidentes de la ANC y de Omnium, fueron citados a declarar como investigados y, a continuación, objeto de medidas cautelares que en algunos casos han supuesto la prisión preventiva, eludible en otros mediante la prestación de fianzas y otras medidas adicionales. En una nota de estas características no cabe entrar en los complejos problemas procesales y de fondo que se plantean en un caso que, finalmente, ha sido asumido por la Sala Penal del Tribunal Supremo. El carácter excepcional de la prisión preventiva conforme a la presunción de inocencia y el valor de la libertad de las personas ha chocado con el riesgo de reiteración delictiva por los actualmente encarcelados. Hay que subrayar, en todo caso, que siendo pacífica la opinión de la inconveniencia política de mantener en prisión a quienes se postulan como candidatos, incluso cabeza de lista, en las elecciones del 21 de diciembre, no puede quedar la menor duda de la independencia del Poder Judicial y la injustificada acusación de ser un instrumento de un Gobierno que, por otro lado, padece en las carnes de sus propias criaturas la justa persecución por delitos que se les imputan.
Es un hecho que el ex-Presidente de la Generalitat, Sr. Puigdemont, y cuatro de sus ex-Consellers, optaron por fugarse a Bruselas en lugar de acudir a la citación judicial en España, lo que dio lugar a la emisión de sendas euro-órdenes de detención y entrega. Mientras se sustanciaba ante los tribunales belgas, en lengua neerlandesa por expresa petición de los afectados, el procedimiento judicial, el Sr. Puigdemont se ha paseado por todos los platós disponibles para lanzar acusaciones improcedentes contra España, el estado de derecho e, incluso, la Unión Europea, cuyas instituciones le han cerrado las puertas, al tiempo que insistía en una legitimidad que, ciertamente, perdió al destruir conscientemente sus bases constitucionales y estatutarias. Peregrinar a Bruselas para acercarse al fugado ex-honorable se convirtió en una expresión de consuelo reivindicativo para sus incondicionales y en un acto de campaña electoral de quien lidera una de las coaliciones nacionalistas que disputan el voto el 21 de diciembre. La aplicación de las euro-órdenes en este caso revela lo lejos que estamos de construir un espacio judicial auténticamente integrado.
La situación judicial del Sr. Puigdemont y sus adláteres adquirió un nuevo giro cuando el magistrado instructor de la causa en el Tribunal Supremo decidió retirar la Euro-orden de detención y entrega. Esta decisión, muy hábil judicialmente, ha tenido un efecto colateral político muy positivo. Se ha tratado de evitar que sean los jueces belgas los que predeterminen los delitos por los que los reclamados podrían ser juzgados en España, premiando a los fugados y discriminándolos en beneficio propio respecto de quienes sí atendieron la citación de la justicia española. Si el Sr. Puigdemont y compañía vuelven a España por decisión propia serán inmediatamente detenidos. La condición de diputado electo que adquirirán con seguridad el 21 de diciembre no les atribuirá inmunidad sino cuando obtengan su credencial y juren o prometan -de nuevo- la Constitución Española y el Estatuto de Autonomía; sólo entonces su condición parlamentaria los dejara a expensas de una mayoría absoluta de los miembros del Parlament.
Independencia simbólica, efectiva y reconocida
Como ya hemos indicado, la independencia de Cataluña podría ser un hecho, pero no el resultado del ejercicio de un derecho que no reconoce el Derecho Internacional ni, por supuesto, la Constitución del Estado. Una declaración de independencia es, en cuanto tal, manifiestamente antijurídica en el orden constitucional, por simbólica que quiera presentarse, e irrelevante en el orden internacional, a menos que vaya acompañada de efectividad ad intra y reconocimiento ad extra.
A la luz de esta consideración puede explicarse que el anterior Presidente de la Generalitat, Artur Mas, actualmente inhabilitado, haya dado un toque de atención al advertir que Cataluña no estaba aún preparada para hacer efectiva una declaración de independencia; por lo que cabe sospechar que su consejo áulico pudo haber inspirado ciertos comportamientos posteriores a la declaración de independencia. Afirmado su carácter programático, se trataría de ganar tiempo, prepararse para la contienda con el Estado por el control del territorio y de instalaciones estratégicas y la asunción de competencias estatales en Hacienda y Justicia; en definitiva, de despojar al Estado de sus servicios y patrimonio…
Es ahí donde el Gobierno central ha de establecer su línea de defensa, negando el control del territorio a la Generalitat, protegiendo sus instalaciones estratégicas, combatiendo con la mayor firmeza el establecimiento de una Hacienda y un Poder Judicial paralelo y, desde luego, asumiendo temporalmente las competencias de las instituciones autonómicas y renovando los mandos de los Mossos d’Esquadra. Los delitos que sus dirigentes hayan podido cometer serán ventilados ante los tribunales, excitados por la Fiscalía del Estado u otras vías.
No está nada claro que el Estado pueda salir airoso de la contienda. Aunque los partidarios del “Cataluña, sí, y España también” han salido por fin a la calle y se han manifestado por centenares de miles en Barcelona, los independentistas cuentan con la movilización de sus huestes en la calle, como ya demostraron en las vísperas del 1 de octubre y después, en pueblos y plazas, hostigando a la Guardia Civil y Policía Nacional, cercando la sede del TSJC, con los medios públicos de radio y TV autonómicos como banderines de enganche…
Una minoría militante y organizada, contando con la cobertura de los Mossos y los medios públicos de comunicación, puede mantener en jaque a las fuerzas -que ya llaman de ocupación- del Estado, denunciando la represión del ejercicio de las libertades de expresión y manifestación de civiles inocentes, pacíficos y festivos, incluso cuando destrozan con saña los jeeps de la Guardia Civil, como ocurrió con los aparcados junto a las oficinas de funcionarios presuntamente vinculados a la trama de organización del referéndum ilegal en que se efectuaba un registro por orden judicial. Imágenes y fotografías, reales o manipuladas, de las fuerzas del orden, ejerciendo su papel coercitivo en alteraciones de orden público o actos sediciosos, oportunamente circuladas en redes y medios de comunicación internacionales, producirán un daño sensible en la causa del Estado. La torpeza del Gobierno al implicar a estas fuerzas en la imposible tarea de cerrar los centros de votación el 1 de octubre fue un ensayo general de lo que puede ocurrir en adelante.
El Gobierno fracasó ese día y los independentistas esperan que vuelva a fracasar considerando que el tiempo jugará a su favor si son capaces de mantener la tensión en la calle y que el Gobierno central no escalará el umbral de fuerza para evitar ser acusado, aun sin razón, de violación de derechos humanos fundamentales.
Es necesario, pues, romper el frente independentista. Hechos como el traslado fuera de Cataluña del domicilio social de más de dos millares de empresas, comenzando por las más punteras, la mengua de inversiones, el decaimiento de la actividad comercial y de las reservas turísticas, son factores nada despreciables para reavituallar al catalanismo no separatista. El riesgo de la recesión económica está ahí y aunque el conflicto tendrá efectos perniciosos en el resto del Estado, Cataluña lo padecerá en mayor medida. Luego, ha de contarse con esa mayoría silenciosa -o silenciada- en el pasado, que ahora también, a partir de la gran manifestación del 8 de octubre en Barcelona, levanta su voz. Hay que tener en cuenta, en tercer lugar, que entre los independentistas más radicales se encuentran los anti-sistema de la CUP, sin los cuales el procés no habría avanzado al ritmo que lo ha hecho. Ahora bien, para la CUP la independencia es sólo la plataforma de destrucción del sistema capitalista y la implantación de un nuevo Estado virtuoso. Cabe preguntarse hasta que punto los independentistas conformes con el sistema están dispuestos a gozar la fantasía concupiscente. El hecho revolucionario que es el procés puede producir la secuela del conflicto civil sobre el modelo político, económico y social de la proclamada República.
En cuanto al reconocimiento, aun admitiendo que sea un acto unilateral declarativo y no constitutivo de la subjetividad internacional de quien se autoproclama soberano, no cabe duda de su extraordinaria importancia. Sin él no hay forma de ejercer los derechos que se predican del Estado como sujeto internacional. Además, el reconocimiento transforma los actos de intervención en asistencia al Estado nuevo frente al Estado que trata de defender su unidad e integridad. Ciertamente, si ese reconocimiento se produce sobre bases virtuales y no efectivas puede ser prematuro y, por ende, ilegal, como lo puede ser en situaciones inducidas por la injerencia o, incluso, el uso de la fuerza por una potencia extranjera. Pero a menudo estos juicios se agotan en el ámbito doctrinario.
En el caso de Cataluña, aun suponiendo que su independencia disfrutara un cierto grado de efectividad, no parece que el abanico de su posible reconocimiento cuente con muchas varillas. Parece que sólo países con malísimas relaciones con España (se ha hablado de Corea del Norte, tan inspirador en la coreografía de sus coloristas y disciplinados movimientos de masas) o no reconocidos como Estados soberanos por nosotros (como es el caso de Kosovo) podrían reconocer, incluso prematuramente, al Estat Catalá, un abrazo probablemente incómodo incluso para los independentistas catalanes más arriscados. No obstante, es posible que los Gobiernos de ciertos Estados utilicen la carta catalana para forzar decisiones de la política exterior española, lo que nos hará particularmente vulnerables.
En el ámbito de la Unión Europea el reconocimiento de la independencia de Cataluña supondría una infracción grave del Derecho primario de la Unión, en particular del artículo 4.2 del TUE. Las adhesiones que los independentistas catalanes hayan podido cosechar a nivel parlamentario, social o mediático en Estados Miembros, no se traducirá en reconocimiento. No obstante, si el Gobierno central no logra hacerse con la situación en un plazo razonable, es posible que no sólo algunos Estados Miembros, sino las mismas instituciones de la Unión, presionen a España para que asuma un diálogo abierto con los independentistas. Y en esto andan.
¿El reconocimiento de la independencia de Cataluña por España?
Cuando el Estado viejo reconoce al Estado nuevo se acaban los problemas jurídicos para los demás. El reconocimiento de aquél da luz verde al reconocimiento por terceros del Estado nuevo, con todas sus consecuencias.
Vaya por delante que el reconocimiento de la independencia de Cataluña por España sería sólo posible como resultado de un monumental fracaso político y diplomático unido a la incapacidad de controlar el territorio. Y aún así, cabría mantener el título jurídico indefinidamente, esperando que un cambio de circunstancias, permita su recuperación. Con el reconocimiento, el título se traslada al nuevo Estado reconocido y lo que entra en juego es la compleja negociación de la sucesión en bienes y deudas, archivos, nacionalidad…, el terreno en el que los independentistas desean situar su diálogo y en el que cuentan, con toda previsión, con estudios preliminares.
Ha de advertirse, sin embargo, que a los independentistas catalanes no les interesa a corto plazo el reconocimiento de España. Mientras España no reconozca la independencia, los ciudadanos de Cataluña serán considerados a todos los efectos españoles y europeos. Combinando las emociones negativas con el pragmatismo, los independentistas más groseros arrancarán la bandera española de los mástiles de los Ayuntamientos. la pisotearán en la plaza o la videoquemarán en la calle; pero no harán trizas ni darán al fuego sus pasaportes, no harán ascos a la asistencia consular si la necesitan, ni renunciarán a los derechos de su condición española y europea. De ahí que existe un cierto equívoco cuando se enuncian los males que como plaga de langosta caerán sobre una Cataluña independiente. Eso será así sólo mediando su reconocimiento por España. El no reconocimiento vacuna a los separatistas de los efectos internacionales dañinos de una declaración de independencia. Se trata, pues, de una situación perversa de la que los independentistas pueden sacar provecho y los más avispados de ellos lo saben.
Un futuro inquietante
La pretensión de separar la parte del todo en un Estado democrático carece, no sólo de base jurídica, sino de fundamento moral. El respeto de la identidad lingüística y cultural y el más amplio autogobierno de Cataluña promovido por la Constitución de 1978 permiten calificar esa pretensión -que puede sostenerse a pesar de todo como una política de reforma dentro del marco constitucional- como profundamente insolidaria e irrespetuosa de los derechos -incluida la igualdad- de todos los españoles.
Si en la encefalopatía espongiforme bovina proteinas infecciosas destruyen el cerebro de quienes la padecen, en un conflicto como el que plantea el independentismo catalán los mensajes y eslóganes separatistas invaden e infectan el sistema nervioso de los ciudadanos -y del Estado- provocando una avalancha de emociones descontroladas que pueden acabar destruyéndolo. La presentación del nacional-separatismo como un movimiento progresista en un Estado democrático es un síntoma claro de esta patología social. Dicho esto, sostener la Constitución y el Estado de Derecho no implica respaldar al Gobierno del PP, o al Sr. Rajoy, cuya responsabilidad por omisión no ha dejado de ser señalada. Ahora bien, no son patriotas quienes desde la izquierda se dicen tales mientras, siendo un apoyo objetivo para los planteamientos independentistas, tratan de trasladar al resto del Estado la confusión y la fractura social generada en Cataluña por los separatistas buscando tumbar al Gobierno. Eso, como dicen los políticos, no toca hoy.
En términos históricos España ha ido menguando desde la primera de nuestras Constituciones, sin que sus preceptos proclamando la unidad e integridad territorial hayan sido un baluarte eficaz de contención, pues una norma, por fundamental que sea, no opera en el vacío, sino dentro de un contexto político, económico y social que, cuando es adverso, hace de ella una filigrana de papel.
Además, en el Estado democrático la ocupación de las instituciones locales por quienes actúan con sistemática deslealtad constitucional, punto de partida de su desprecio de la ley, alimenta fuerzas centrífugas que, cuando cuentan con respaldo social en la calle, son difíciles de combatir por mucha razón legal que se tenga para ello. Las acciones coercitivas para imponer el respeto del orden constitucional son excitantes para los separatistas, siempre listos para presentarse como víctimas y denunciar la violación de toda clase de derechos y libertades, mientras practican la kale borroka y ejercen la violencia social y psicológica sobre quienes no se suman al movimiento nacional. El Estado democrático tiene por delante una complicada tarea para reprimir conforme a la ley a quienes buscan su implosión ciscándose en todas ellas.
¿Quid si las instituciones catalanas, en el caso de que los independentistas ganen las elecciones del 21 de diciembre, se empecinan en su propósito secesionista, contando con un respaldo social militante, canalizado por asociaciones de encuadramiento civil, como la ANC y Omnium Cultural, las fuerzas de choque de los radicales anti-sistema de la CUP y sus arriscadas juventudes, los medios públicos de comunicación entregados a la causa independentista, la cobertura de los Mossos d’Esquadra, en su nuevo papel de policía del “poble catalá”, incluso los curas, una especie especialmente vulnerable al fanatismo que, o prende la hoguera o se inmola en ella? Incluso en el caso de que sean los constitucionalistas quienes venzan en los comicios, desobediencia civil, tumultos, manipulación de las redes sociales y medios internacionales, movilizaciones para provocar desórdenes públicos que permitan formular acusaciones de violación de derechos y libertades individuales…pueden formar parte de la odiosa escenografía. El independentismo se ha introducido profundamente en el cuerpo social en términos que en el resto de España -y tal vez en el mismo Gobierno- han podido sorprender. Cuando se creía que el descrédito de los dirigentes nacionalistas, ante la manifiesta inconsecuencia de sus actos, provocaría un abandono masivo de las posiciones independentistas, nos hemos topado con la indulgencia plenaria para cualquiera que haya sido su comportamiento, dentro, fuera de la cárcel o en Bruselas. Después del 21 de diciembre podemos encontrarnos -es lo más probable- con que la pesadilla se renueva.
Aunque el Estado gane la contienda en Cataluña, las pérdidas para todos serán cuantiosas. Restablecer la confianza y la convivencia en Cataluña y entre Cataluña y las demás Comunidades Autónomas será una tarea difícil, comenzando por la reforma del marco constitucional y estatutario que ha de comenzar a considerarse de inmediato. Sería indeseable que al final del día fuera español el habitante de la Península Ibérica que no puede ser otra cosa. No creemos que la mayoría de ciudadanos, en los diferentes territorios, esté dispuesto a refrendar con su voto, un Estado desustanciado, ni pueda alcanzarse un amplio acuerdo sobre esa base. En el polo opuesto hay quienes levantan la voz contra los privilegios de algunas Comunidades y con las transferencias de competencias que han acabado siendo perjudiciales para la fortaleza del Estado como un proyecto de vida en común, especialmente en materia de educación, sanidad y seguridad, donde el principio de igualdad tiembla cada día.
(10 de diciembre de 2017)